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Día de Reyes Magos

DE MI PROXIMO LIBRO «ALMENDROS DE NATA»

Abuelita, ¿por qué los Reyes Magos no vienen a casa? Porque todavía no sabes leer y no puedes escribirles tu carta. A ver si aprendes para el año que viene y los Reyes Magos pueden traerte algo.

Mi hermanita sabe escribir. ¿A ella sí le van a traer los Reyes? Tampoco, porque este año los Reyes son pobres y no tienen dinero para poder regalarles juguetes a todos los niños que hay en el mundo.

Entonces, ¿qué vamos a hacer esta noche? Pues como todas las noches, en casita, todos juntos, el abuelo, tus padres, tu hermana, tú y yo.

Oyó perfectamente la conversación porque se encontraba justo detrás de ellos. Era el seis de enero, había decidido dar un paseo hasta la carnicería que le servía los chuletones auténticos de buey macerados en frío, antes que el chófer le acercase al aeropuerto para pasar la noche de Reyes con su mujer y sus dos hijos.

Vivía en una habitación catalogada como superior en un confortable hotel de la ciudad, con el que había concertado un precio cerrado para todo el tiempo que estuviera destinado allí. Así, esa habitación era su hogar entre semana e hizo que la acomodaran a sus necesidades, relativamente pocas para una persona que se levantaba a las siete de la mañana todos los días, y llegaba de regreso sobre las nueve de la noche. Instalación de línea de internet, una estantería con libros y papeles, una mesa de trabajo y una pequeña cafetera para que él pudiera utilizarla sin llamar a los camareros.

Los fines de semana volvía a casa, jardín de su vida, en la que era su mujer la encargada de solucionar los problemas diarios, domésticos y de educación de los vástagos, sin ella no hubiera sido posible llevar la vida que llevaba y el desarrollo profesional que había tenido, máximo responsable de una empresa mundialmente conocida, que lo había fichado a tiempo definido, ese era el marco laboral del siglo XXI, que moral y éticamente le obligaba a triunfar en el desempeño de su trabajo, tanto por contrapartida a la remuneración que recibía como a la obtención de un puesto de más categoría cuando se acabara su contrato actual. Sería a nivel internacional y se trasladaría con la familia a fin de una formación multilingüe y plurinacional de sus hijos. Pero todavía quedaba un tiempo para ello.

Él diría que fue instintivo, pero cualquiera que pudiera observarlo afirmaría que siguió a la mujer y su nieto como un detective privado frustrado, alejándose y acercándose cuando lo consideraba conveniente, para que ellos no se dieran cuenta de lo que estaba pasando.

Hubiese sido igual, eran de esas personas que no tienen nada, y por tanto nada que perder, por lo que se sentían seguras, si acaso podían quitarle algo, era pobreza, y de eso hay demasiado hoy en día.

Fueron alejándose del centro de la ciudad. Como no caminaran más deprisa, él iba a perder el avión. Por fin llegaron a un barrio humilde -menos mal que había pasado por el hotel y se había quitado el traje- la mujer y el niño se pararon en una vivienda baja, con un arco muy grande a tipo de puerta de entrada, todas las casas iguales, miró el letrero con el nombre de la calle, Barrio de la Hormiga, y el número, casi borrado de tanto tiempo transcurrido y no encalado ni de otras formas arreglado.

En ese momento fue consciente, como si se hubiera despertado de un sueño, dónde estaba y qué hacía allí. Hizo dos llamadas desde su teléfono móvil. Al rato, un Mercedes 250-E apareció raudo y veloz, y lo llevó directo al aeropuerto.

Los aviones tienen aspecto de supositorios vistos desde fuera, desde dentro son artefactos de suplicio para quien, como él, tiene casi dos metros de altura, no sabe cómo colocar las piernas, y para poder tener los brazos apoyados ha de mantener una lucha subterfugio con el pasajero de al lado. Cuando logró acomodarse y el avión estableció velocidad de crucero, pensó en su niñez, en cómo fue su vida y en cómo es hoy.

Hoy hay gente que le considera “casta”, grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su situación económica. Pero no siempre fue así. Nieto de un médico republicano represaliado que se vio obligado a trabajar de practicante ganándose la vida yendo casa por casa para poner inyecciones, hijo de un vendedor en un comercio de confección, vivió su infancia de bajar maletas de la estación cuando llegaban los trenes, de recoger y vender jícaras que se estaban reconvirtiendo a tendidos actualizados, de hacer mandados y aceptar con humildad cuantos encargos no querían hacer otros. Y estudiando. Su padre le decía que la cultura era lo más importante en la vida, que eso se notaba en cuanto una persona abría la boca para hablar, que no podía dejarle ninguna herencia, pero que quería que estudiase para “ser un hombre el día de mañana”.

Se esforzó, mucho, sacó notas brillantes a la vez que trabajaba en lo que le salía. Empezó de “pinche” de profesión, a las órdenes de quién quisiera mandarle, aprendido de los aciertos y, sobre todo, de los errores. Había alcanzado una posición profesional, social y económica que no le había regalado nadie, solo su esfuerzo, trabajo, honestidad y su voluntad de alcanzarla.

Pero también recordaba las estrecheces pasadas, las Navidades en las que las gambas y los langostinos brillaban por su ausencia, en los Reyes con un palo y una rueda y … arreando.

Sonó el teléfono, la melodía de The Sting, la película de Paul Newman y Robert Redford, especialmente elegida para recordar que siempre, en algún lugar, hay alguien más inteligente y mejor que tú:

“Señor, ya he cumplido el encargo; cena VIP para seis personas y juguetes para dos niños. No se preocupe, todo está controlado. Que tenga una buena noche de Reyes.”

“Igualmente, muchas gracias.”