España – Donde no se ponía el sol

Con su unión dinástica, los Reyes Católicos esbozaron un estado políticamente fuerte, consolidado más adelante, cuyos éxitos envidiaron algunos intelectuales contemporáneos, como Nicolás Maquiavelo. Los judíos que no se cristianizaron fueron expulsados en 1492 y se dispersaron fundando colonias hispanas por toda Europa, Asia y Norte de África, donde siguieron cultivando su lengua y escribiendo literatura en castellano.

Durante el apogeo cultural y económico de esta época, España alcanzó prestigio internacional en toda Europa. Cuanto provenía de España era a menudo imitado; y se extiende el aprendizaje y estudio del idioma. El saber se acumula en las prestigiadas universidades de Salamanca y Alcalá de Henares.

 

 

El Siglo de Oro abarca dos periodos estéticos, que corresponden al Renacimiento del siglo XVI (reinados de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II), y al Barroco del siglo XVII (reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II).

 Fuente: https://historia-biografia.com/carlos-i-de-espana/

 

Carlos I de España (24 de febrero de 1500 –  21 de septiembre de 1558), rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Su lugar de nacimiento fue Gante, Flandes, España. Fue bautizado Carlos en memoria de su bisabuelo Carlos el Temerario, último Duque de Borgoña. Su abuelo Maximiliano le relegó los territorios centroeuropeos de Austria y los derechos al poder del Imperio, de su abuela María heredó de Borgoña los Países Bajos, de Fernando el Católico consiguió los reinos de la Corona de Aragón, conjuntamente de Sicilia y Nápoles, y de su abuela Isabel I la Corona de Castilla, Canarias y todo el Nuevo Mundo descubierto y por descubrir.

Su educación se desarrolló en los Países Bajos. Tras la muerte de su abuela paterna, Maria de Borgoña, en 1515 asumió el mando de los territorios de la Casa de Borgoña, tales eran: los Países Bajos, el Franco Condado, Borgoña y el Charolais, que le correspondían por herencia de su abuela paterna. A los pocos meses, murió Fernando II El Católico, su abuelo, por derecho heredó las Coronas unificadas de Castilla, incluidas las colonias de las Indias, y de Aragón, con sus potestades mediterráneas de Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el Rosellón. En tan solo unos meses Carlos I ya tenía entre sus manos una gran parte de Europa.

En un principio, Carlos I no fue bien aceptado en España. Llegó a la península en 1517. Su modo de procede, no fue aprobado, ya que no procuraba el bienestar de los territorios peninsulares. Apenas respetó la autonomía municipal, y su presencia en el país era escasa. Fue tildado de extranjero, ya que se había criado en los Países Bajos y no era puramente español, además la corte de nobles que lo asistían, eran en su mayoría extranjeros.

Para el año 1519, también muere su otro abuelo, en este caso el padre de su padre. Maximiliano I de Austria. En ese sentido, heredó los extensos estados patrimoniales de los Habsburgo, tales como: Austria, Tirol, Bohemia, Moravia, Silesia, Estiria, Carintia y Carniola. Ese mismo año Carlos I fue efectivamente elegido, aunque la ceremonia de coronación para formalizar su reinado tardó hasta 1530. Así, Carlos fue rey de España de 1516 a 1556 y emperador de Alemania de 1519 a 1556.

La elección del Carlos I como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en 1519, inició la Revuelta de los Comuneros de Castilla. Ellos sentían que Carlos I estaba sacrificando el bien común de Castilla, el capital propio del reino, por sus intereses personales y dinásticos. El movimiento elaboró un programa de reorganización política, caracterizado por la intención de limitar el arbitrario de la Corona. La alianza de la nobleza y de la monarquía generó su derrota.

El final del reinado del emperador alemán, se dio por los conflictos germánicos, que  desencadenó un periodo de guerras, donde estuvo a punto de ser prendido. Por ello, se vio obligado a negociar la Paz de Augsburgo en 1555, reconocía la libertad religiosa en Alemania y significaba la renuncia del emperador a su ideal de la unidad religiosa del imperio.

El rey Carlos I le dio a España una etapa de máxima prosperidad económica; la colonización y conquista de América impulsó el comercio. Además, la llegada de metales preciosos fue un incentivo a la economía del país, facilitando también la realización de campañas bélicas del emperador. Aunque dicha prosperidad iba a declinar con el aumento constante de precios, tributos y la política imperialista, antieconómica, que terminaron por arruinar las actividades económicas de Castilla y germinar una decadencia que se dejaría sentir a fines del siglo XVI.

En los últimos años de su reinado del imperio alemán fueron deprimentes, las perennes amenazas y la dura situación financiera hizo que el emperador depusiera en Bruselas el 25 de octubre de 1555. Las propiedades del imperio quedaron en manos de su hermano Fernando; y de su hijo Felipe II, quedaría a cargo España y sus colonias, Italia y los Países Bajos. Agobiado por el desvanecimiento de esta gran empresa y por la reciente muerte de su esposa Isabel de Portugal, desencadenó en un cuadro depresivo y fuertes ataques de “gota”. Decide alejarse de todo e instalarse en el monasterio de Yuste en Extremadura. Murió el 21 de septiembre de 1558.

Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/felipe_ii.htm

 

A Carlos I le sucedió su hijo Felipe II (Valladolid, 1527 – El Escorial, 1598) Rey de España (1556-1598). A excepción del Sacro Imperio Germánico, cuya corona cedió a Fernando I de Habsburgo, el rey y emperador Carlos V legó todas las posesiones europeas y americanas que constituían el Imperio español a su hijo Felipe II, que pasó a ser entonces (como ya lo había sido su progenitor) el monarca más poderoso de la época.

 


Felipe II

Hombre austero, profundamente religioso y perfectamente preparado para las labores de gobierno, a las que consagró todas sus energías, «el Rey Prudente» asumió como deber insoslayable la defensa de la fe católica, y combatió tanto la propagación de la Reforma protestante en Europa como los avances del Imperio Otomano en el Mediterráneo. De este modo, aun sin aquella aspiración a formar un Imperio cristiano universal que guió los pasos de su padre, Felipe II hizo de nuevo frente a los turcos, a los que derrotó en la batalla de Lepanto (1571), y extendió hasta dimensiones nunca vistas los dominios del Imperio español con la incorporación de Portugal y de sus colonias africanas y asiáticas.

Pero los designios de consolidar la hegemonía en Europa toparon, como ya había ocurrido en el reinado de Carlos V, con la expansión del protestantismo y la oposición de las potencias rivales: las campañas militares para frenar las revueltas protestantes de los Países Bajos desangraron la hacienda española, y el intento de someter a Inglaterra se saldó con la derrota de la «Armada Invencible» (1588), fracaso en el que suele situarse el inicio de la posterior decadencia española.

Sus maestros le inculcaron el amor a las artes y las letras, y con Juan Martínez Silíceo, catedrático de la Universidad de Salamanca, el futuro soberano aprendió latín, italiano y francés, llegando a dominar la primera de estas lenguas de forma sobresaliente. Juan de Zúñiga, comendador de Castilla, lo instruyó en el oficio de las armas. A los once años quedó huérfano de madre, lo que lo afectó hondamente y marcó para siempre su carácter taciturno.

El joven Felipe participó personalmente en la defensa de Perpiñán con sólo quince años, y a los dieciocho había tenido su primer hijo, Carlos, y había quedado viudo de su primera esposa, su prima doña María Manuela de Portugal. Durante el reinado de su padre asumió varias veces las funciones de gobierno (bajo la tutela de un Consejo de Regencia) por ausencia del emperador, en ocasiones en que la atención de Carlos V era absorbida por conflictos en los Países Bajos (1539) o en Alemania (1543), adquiriendo de esta forma una experiencia directa que complementó los valiosos consejos de su progenitor.

En 1554, su padre le transfirió la corona de Nápoles y el ducado de Milán. Ese mismo año, la boda con María Tudor convirtió a Felipe II en rey consorte de Inglaterra. Finalmente, el fatigado emperador resolvió abdicar en favor de Felipe II, que entre 1555 y 1556 recibió las coronas de los Países Bajos, Sicilia, Castilla y Aragón. Austria y el Imperio Germánico fueron entregados al hermano menor de Carlos V, Fernando I de Habsburgo, quedando separadas las ramas alemana y española de la Casa de Habsburgo.

Felipe II modernizó y reforzó la administración de la monarquía hispana, apartándola de las tradiciones medievales y de las aspiraciones de dominio universal que habían caracterizado el reinado de su padre. Los órganos de justicia y de gobierno sufrieron notables reformas, al tiempo que la corte se hacía sedentaria (capitalidad de Madrid, 1560). Desarrolló una burocracia centralizada y ejerció una supervisión directa y personal de los asuntos de Estado. Pero las cuestiones financieras le sobrepasaron, dado el peso de los gastos militares sobre la maltrecha Hacienda Real; en consecuencia, Felipe II hubo de declarar a la monarquía en bancarrota en tres ocasiones (1560, 1575 y 1596).

La división de la herencia de Carlos V facilitó la política internacional de Felipe II: al pasar el Sacro Imperio Germánico a manos de Fernando I de Habsburgo, España quedaba libre de las responsabilidades imperiales. En política exterior, Felipe II hubo de abandonar el proyecto de alianza con Inglaterra a causa de la temprana muerte de María Tudor (1558). Las victorias militares de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) pacificaron el recurrente conflicto con Francia (Paz de Cateâu Cambrésis, 1559); el pacto quedó reforzado con el matrimonio de Felipe II con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois. Los inicios de su reinado no podían ser más prometedores: Francia, que había sido la perpetua potencia rival de Carlos V, dejaba de ser el principal problema para España.

En consecuencia, Felipe II pudo orientar su política exterior hacia el Mediterráneo, encabezando la empresa de frenar el poderío islámico representado por el Imperio Otomano; esta empresa tenía tintes de cruzada religiosa, pero también una lectura en clave interna, pues Felipe II hubo de reprimir una rebelión de los moriscos de Granada (1568-1571), musulmanes de sus propios reinos que habían apelado al auxilio turco. Para conjurar el peligro, Felipe formó la Liga Santa, en la que se unieron a España Génova, Venecia y el Papado. La resonante victoria que esta alianza cristiana obtuvo sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto (1571) quedó reafirmada en los años posteriores con las expediciones al norte de África.

 


La batalla de Lepanto

A finales de la década de 1570, distraída la atención de los turcos por la presión persa en el este, disminuyó la tensión en el Mediterráneo. Ello permitió a Felipe II reorientar su política hacia el Atlántico y atender a la grave situación creada por la sublevación de los Países Bajos contra el dominio español, alentada por los protestantes desde 1568; a pesar del ingente esfuerzo militar que dirigieron, sucesivamente, el duque de Alba, Luis de Requesens, Don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, las provincias del norte de los Países Bajos se declararon independientes en 1581 y ya nunca serían recuperadas por España.

La orientación atlántica de la Monarquía dio como fruto la anexión del reino de Portugal a España en 1580. Aprovechando una crisis sucesoria, Felipe II hizo valer sus derechos al trono lusitano mediante la invasión del país, sobre el que reinó como Felipe I de Portugal, sometiéndolo a la gobernación de un virrey. Con la incorporación de Portugal y, en consecuencia, de sus numerosas posesiones en África y Asia, el Imperio español alcanzó su mayor expansión territorial: la península, los dominios europeos y mediterráneos y las colonias españolas y portuguesas en América, África, Asia y Oceanía componían aquel vasto imperio en el que nunca se ponía el sol.

Aprovechando las guerras de religión, el monarca español se permitió también intervenir entre 1584 y 1590 en la disputa sucesoria francesa, apoyando al bando católico frente a los protestantes de Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV de Francia). Felipe II intentó sin éxito poner en el trono francés a su hija Isabel Clara Eugenia, nacida de su matrimonio con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois, pero consiguió que Enrique IV abjurase del protestantismo (1593), quedando Francia en la órbita católica.

La mayor presencia española en el Atlántico acrecentó la tensión con Inglaterra, manifestada en el apoyo inglés a los rebeldes protestantes de los Países Bajos, el apoyo español a los católicos ingleses y las agresiones de los corsarios ingleses (con el célebre Francis Drake a la cabeza) contra el imperio colonial español. Todo ello condujo a Felipe II a planear una expedición de castigo contra Inglaterra, para lo cual preparó la «Grande y Felicísima Armada», que, a raíz de su fracaso, fue burlescamente rebautizada como la «Armada Invencible» por los británicos.

Compuesta por ciento treinta buques, ocho mil marineros, dos mil remeros y casi veinte mil soldados, la Armada zarpó del puerto de Lisboa en mayo de 1588 con destino a Flandes, donde las tropas habían de engrosarse aún más. En su primer encuentro con el enemigo en el mes siguiente se demostró fehacientemente la superioridad técnica de los ingleses, cuya artillería aventajaba de manera notoria a la española. Tras algunas desastrosas batallas en el mar del Norte, la Armada regresó, pero en el camino de vuelta halló fuertes galernas que provocaron numerosos naufragios y terminaron de malbaratar la expedición. Es fama que, enterado de este descalabro, compungido y contrariado, Felipe II exclamó: «No envié mis naves a luchar contra los elementos».

Con la derrota de la Invencible se iniciaba la decadencia del poderío español en Europa. Tal declive coincidió con la vejez y enfermedad de Felipe II, cada vez más retirado en el palacio-monasterio de El Escorial, construido bajo su impulso entre 1563 y 1584.

Fuente: http://www.abc.es/historia/abci-vida-sexual-secreta-felipe-hombre-pasional-intensa-fiebre-erotica-201805310225_noticia.html

La vida sexual secreta de Felipe II: un hombre pasional con una intensa fiebre erótica. La suma de inseguridad, puritanismo, perfeccionismo y sentimiento de culpa derivado de su fuerte religiosidad terminó por dar lugar a un exacerbado erotismo en el área privada. Por César Cervera

Lejos del mito del hombre apático en los asuntos sexuales, que más bien corresponde con el Felipe II de sus últimos años, lo cierto es que la vida sexual del Rey fue todo menos aburrida. Cada una de sus cuatro mujeres venían de un país diferente –Portugal, Inglaterra, Francia y Austria–, cada una era muy distinta a la anterior y todas ellas estaban emparentadas con el Monarca en un mayor o menor grado, siendo Isabel de Valois la que menos. Pero la que no tenía ningún absolutamente ningún parentesco fue la mujer de su vida, la misteriosa Isabel de Osorio, una amante con la que habría tenido incluso un hijo secreto según la rumorología de la época.

Un deslenguado embajador veneciano, Federico Badoaro, se atrevió a comparar la afición de Felipe por las mujeres con la de escribir cartas. Haciendo un repaso de sus aventuras amorosas, el veneciano sentenció que «es incontinente con las mujeres» como lo es con los despachos, salvo porque en el segundo caso nunca tuvo la menor duda en reconocer lo mucho que le complacía una tarde firmando cartas. Todo lo contrario que en el caso de su adicción por las mujeres, donde la personalidad obsesiva y puritana de Felipe II veló para que este aspecto se mantuviera en secreto.

La suma de inseguridad, puritanismo, perfeccionismo y sentimiento de culpa derivado de su fuerte religiosidad terminó por dar lugar a un exacerbado erotismo en el área privada, como así sostiene el médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández en su libro “Historia personal de los Austrias españoles”; mientras que en público el Rey se presentaba como un estricto guardián de la compostura. El mismo hombre que coleccionaba pinturas eróticas de Tiziano en secreto reclamaba luego que las mujeres y los hombres no realizaran las comidas juntos, prohibía llevar máscaras en carnaval y era inflexible en que las parejas de danza no tuvieran ningún contacto físico, para lo cual las damas debían valerse de un pañuelo en su mano.

El primer responsable de inocular esta doble moral en Felipe II fue su padre. Desde su figura de padre ausente, Carlos I reprendió a su mujer Isabel para que el joven no acabara como el príncipe Juan de Trastámara, el hijo de los Reyes Católicos que había muerto por exceso de amor, es decir, por su desenfreno sexual. Esto se tradujo en que, tras la muerte de la Emperatriz, Carlos ordenó que su hijo y sus hijas fueran educados por separado para proteger su pureza sexual.

«La relación sexual para un joven suele ser dañosa, así para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas, muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos y quita la vida como lo hizo al príncipe Don Juan, por donde viene a heredar estos reinos»

Carlos asignó a Juan de Zúñiga la misión de proteger la pureza de su hijo, incluso una vez casado con la portuguesa. María Manuela, descrita por las crónicas como una adolescente tímida y risueña, «más gorda que flaca», era de la misma edad que Felipe y la favorita del príncipe dentro de la larga lista de candidatas que su padre había barajado. La boda por poderes se celebró el 12 de mayo de 1543 en el Palacio de Almeirim, lugar habitual de vacaciones de los reyes portugueses. Así las cosas, Zuñiga retrasó al máximo el encuentro entre los novios, que no tuvo lugar hasta pasado el verano de 1543. Cada día que se evitara el sexo entre los dos jóvenes era –debieron pensar– salud ganada para el príncipe.

María Manuela llegó a Salamanca en octubre de 1543. El día de la boda, Felipe acudió a la ceremonia «vestido todo de raso blanco, que parecía palomo blanco». Durante varias horas, la pareja cenó y bailó en un ambiente privado; luego, a las cuatro de la madrugada, el Arzobispo de Toledo les casó y dio permiso a los dos primos hermanos para que se retirasen al aposento de la princesa. Pasadas dos horas y media de «luna de miel», Juan de Zúñiga, apareció como un resorte en los aposentos para llevarse al príncipe a otra habitación: ¡Se había terminado el tiempo! En los sucesivos días no faltaron saraos, corridas de reses bravas y toda clase de festejos populares, cuya organización corrió a cargo del Gran Duque de Alba, el maestro de ceremonia de la boda.

Luego de una semana en Salamanca, el Emperador dispuso que los recién casados se trasladaran a Valladolid a ocupar aposentos separados. Los príncipes se dirigieron de camino a Tordesillas a besar la mano de la abuela de ambos, la Reina Juan La Loca. La melancólica reina se alegró de ver y abrazar a sus nietos y, dice el mito, los hizo danzar en su presencia. Tanto Felipe como María, quedaron sorprendidos por las muestras de afecto de su abuela, así como de su cordura.

Durmiendo en habitaciones separadas en Valladolid brotó la sarna en el cuerpo del príncipe. Esta enfermedad contagiosa alejó todavía más si cabe a la pareja, hasta el extremo de que, una vez recuperado, Felipe comenzó a mostrarse frío y «cuando están juntos parecía que estaba por fuerza y, en sentándose, se tornaba a levantar e irse». La hostilidad de Felipe mereció el reproche de Zúñiga, quien no quiso reparar en que tal vez había sido el régimen de terror impuesto lo que había situado a María Manuela en el terreno de lo virulento a ojos de un joven de 16 años.

Una mujer llamada Isabel de Osorio. En una carta fechada en enero de 1545, el Emperador siguió creyendo que la sequedad de su hijo hacia su esposa no procedía del desamor, sino del «empacho que los de su edad suelen tener». Quizás no era del todo consciente de ello, pero las exageradas medidas de Zúñiga daban poco espacio al empacho, y sí, por el contrario, a que su hijo desarrollara un sentimiento enfrentado hacia el sexo. Carlos fue informado de que Felipe había ido a buscar fuera lo que le estaba vetado en su dormitorio. Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en si la relación empezó antes o después de casado, el año 1545 marca el génesis de la celebérrima aventura con Isabel de Osorio.

Isabel de Osorio era una dama de compañía de la Emperatriz Isabel y luego de las hijas de esta, que empezó una relación con Felipe II cuando solo era un adolescente y la visitaba en la pequeña corte que la infanta María mantenía en Toro, Zamora. Isabel era nieta del obispo converso Pablo de Santamaría, quien había sido rabino de la judería de Burgos con el nombre de Selemoh-Ha Leví, y pertenecía a una culta pero modesta familia burgalesa. Frente al régimen de censura que se vivía en el lecho matrimonial, el príncipe halló un oasis en la belleza abrumadora de esta mujer cinco años mayor que él. Rubia, de ojos claros, culta e inteligente, la burgalesa encandiló al monarca como ninguna otra mujer durante casi diez años.

Ajeno a la intensidad de su relación con Osorio, Carlos creyó zanjada la crisis matrimonial con la noticia, ese mismo año, de que María Manuela estaba embarazada. Se permitió felicitar a su hijo por su destreza sexual, porque lo hubiera «hecho mejor de lo que yo pensaba». Sin embargo, la portuguesa falleció poco después de dar a luz a Don Carlos en un parto difícil. La princesa sufrió una grave infección, erróneamente tratada por sus médicos con paños calientes y sangrías, y murió poco después con solo 18 años. Pese al distanciamiento, Felipe II lo sintió profundamente y, al más puro estilo de los episodios depresivos de su padre, se retiró a un monasterio franciscano, en Abrojo, durante varias semanas a enterrar su pena.

Durante los siguientes años, Felipe II se ausentó en el único gran viaje que realizó el monarca fuera de la Península ibérica en su vida. Hay quien ha barajado que Osorio acompañó a Felipe en el Gran Viaje, pero si no lo hizo de forma física al menos lo hizo en su mente. Durante su estancia en Génova, Felipe insistió en conocer a Tiziano en persona. Felipe no valoraba especialmente la técnica del pintor veneciano, más del gusto de los pintores flamencos, empero le creía el más cualificado para iniciar su ambiciosa colección de arte erótico.

Los hijos bastardos del Rey. El hijo de Carlos encomendó al maestro veneciano siete cuadros basados en algunas escenas mitológicas de la «Metamorfosis de Ovidio». Los cuerpos desnudos solo estaban bien vistos en esta temática. Entre estas pinturas que Felipe guardaba con celo en su cámara destacaba una Danae desnuda repleta de curvas recibiendo a su amante, Júpiter, en forma de una lluvia de oro. La versión más aceptada es que esa Danae desnuda estaría inspirada en Isabel de Osorio, como también lo estaría la diosa del cuadro «Venus y Adonis», pintado poco después, y enviado directamente a Londres. Puritano hasta la médula, el Monarca evitaba mostrar estas pinturas en público y hasta que concluyó un inventario de sus bienes, en 1600, se desconocía la existencia de buena parte de esta colección erótica.

Durante su breve estancia en Bruselas, Felipe II mantuvo una aventura con una dama flamenca llamada Madame d’Aller, entre otras tantas mujeres con las que se le vinculó de forma breve. No es de extrañar que, a la muerte de María Tudor, los franceses, conocedores del apetito del español, exigieron en una cláusula no escrita del acuerdo por el que contrajo matrimonio con la hija del Rey de Francia, Isabel de Valois, que aquellas aventuras debían finalizar. Y al menos en el caso deIsabel de Osorioya no iba a ser necesario finalizar nada, puesto que la dama burgalesa se había retirado de la Corte en 1556 y, poco después, recibió una cantidad de dinero millonaria a modo de compensación.

Cuestión aparte es si la relación de Felipe II e Isabel de Osorio devino en dos hijos ilegítimos. La ecuación plantea dudas razonables. A lo largo de su vida, Osorio dio a luz a dos varones, Bernardino y Pedro, y el único hombre con el que se le vinculó fue el Rey.

Otros rumores sobre hijos ilegítimos enturbiaron la biografía del soberano. Según lo propagado por el malicioso Príncipe de Orange, el Rey mantuvo una relación con otra de las damas de su hermana Juana, Doña Eufrasia de Guzmán, que parió a un hijo de Felipe II en torno a 1564. Sobre el destino del joven, Orange aseguraba que Don Antonio de Leiva, tercer Príncipe de Asculi, fue obligado a reconocerlo como hijo suyo, lo que, a su vez, le habría arrastrado a morir de pena por la humillación.

Nota: Históricamente, los reyes españoles han sido muy mujeriegos, con múltiples amantes e hijos bastardos.

 

El Monasterio de El Escorial

Fuente: http://www.jdiezarnal.com/monasteriodelescorial.html

  

 

 

Las motivaciones que llevaron a Felipe II (1556-1598) a construir el Monasterio de El Escorial fueron básicamente dos: por una parte, el deseo de cumplir una promesa de construir un templo en acción de gracias por la victoria de la batalla de San Quintín contra los franceses, acaecida el 10 de agosto de 1557, día de San Lorenzo.

En segundo lugar, los deseos de su padre Carlos I (1500-1558) de España y V de Alemania que, si bien en un primer momento había querido ser enterrado en la Capilla Real de la Catedral de Granada, a última hora cambió de idea y quiso ser enterrado junto con su esposa la emperatriz Isabel de Portugal en el Monasterio de Yuste (Cáceres) pero dejando no obstante la decisión final en manos de su hijo Felipe II. Éste decidirá que el monasterio deberá convertirse en el Panteón Real de la dinastía de los Austria comenzando por su padre.

El lugar escogido para la construcción del monasterio fue una zona situada en la Sierra de Guadarrama que llevaba el nombre de Escorial, nombre que parece venir de las escorias (restos de fundición) que allí existían debido a las numerosas herrerías allí instaladas.

Las explanadas que recorren los lados norte y oeste del monasterio reciben el nombre de Lonjas. Bajo la lonja norte discurre un pasadizo o túnel subterráneo, aspecto muy desconocido llamado La Mina, y que servía para el transporte de personas y materiales en los fríos días de invierno desde las cercanas casas de los oficios situadas frente a la fachada norte y el zaguán del palacio, lo que permitía trabajar en días fríos al resguardo de las inclemencias del tiempo. Este paso subterráneo sería construido en tiempos del rey Carlos III (1759-1788) por fray Antonio de San José Pontones según un proyecto del conde de Montalvo.

En la actualidad el monasterio está regido por una congregación de monjes agustinos, pero desde su creación los encargados del Monasterio fueron los monjes jerónimos, orden muy ligada desde siempre a la monarquía española. No hay que olvidar que fueron monjes jerónimos los que acompañaron a Carlos I en Yuste. Estos hicieron su entrada en el monasterio del Escorial en el año 1571.

Las obras comenzaron en 1563 y finalizaron en 1584. Comenzó la obra Juan Bautista de Toledo, pero al fallecimiento de este en Madrid el 21 de mayo de 1567 se hizo cargo de las obras Juan de Herrera que sería el artífice y creador de esta magna obra que incluso llegaría a dar nombre a un estilo propio de arquitectura: el herreriano. La primera piedra fue colocada el 23 de abril de 1563 y la última el 13 de septiembre de 1584. Junto a los arquitectos colaboró con ellos como supervisor y centralizador de todas las obras del Escorial fray Antonio de Villacastín que se convertiría en la persona en colocar la última piedra del monasterio.

El propio rey Felipe II participaba en la ejecución de las obras, supervisaba los planos y acudía con frecuencia a comprobar el desarrollo de las obras. Sin duda alguna fue una obra personal del monarca, que delegaba en fray Antonio de Villacastín mientras estaba ausente.

 

 

El material utilizado en la construcción fue el granito, material muy abundante en la zona.

La base del monasterio es un rectángulo formado por 207 metros x 161 metros (35.000 m2). En cada uno de sus ángulos se alza una torre de 55 metros de altura cubierta por un chapitel puntiagudo de pizarra. Sobre la torre una bola de metal de 1,40 metros de diámetro, veleta y cruz. La planta adopta la forma de una parrilla, objeto del martirio de San Lorenzo en cuya memoria esta erigido el monasterio.

Fachada occidental (oeste) Con 207 metros de longitud y 20 metros de altura es la principal del monasterio. Está flanqueada por dos torres de 56 metros de altura. En el centro se encuentra la portada de acceso principal.

Fachada meridional (Sur) Con una longitud de 161 metros, está considerada la más hermosa de las cuatro. En ella podemos encontrar una galería porticada de dos pisos con 77 arcos.

Declarado Patrimonio de la Humanidad el 02 de noviembre de 1984, Felipe II lo dotó de verdaderas obras de arte arquitectónicas, pictóricas y literarias. No faltan autores que hablan del sentido críptico y esotérico de Felipe II y de este monasterio, del que destacamos su biblioteca.

Real Biblioteca de El Escorial. En la entrada hay una inscripción que amenaza con pena de excomunión a todo aquel que saque algún libro u objeto depositado en la sala. Destaca en el centro una esfera armilar de madera fechada en 1536 y realizada en Florencia por Antonio Santucci. La esfera armilar era utilizada antiguamente para determinar la posición de los astros en el cielo. También cinco mesas cuadradas de mármol con cercos de bronce del siglo XVII. Se cubre la estancia con bóveda de cañón y los suelos con mármoles blancos y pardos. La estancia tiene unas medidas de 54 metros de largo x 9 metros de ancho y 10 metros de altura.

La iluminación de la biblioteca se realiza por una serie de vanos distribuidos en cinco ventanas y cinco balcones que asoman al Patio de los Reyes y siete ventanas que recalan al exterior de la explanada de la fachada de poniente.

 

 

 

En sus estanterías encontramos libros en latín, hebreo, árabe, provenzal y otras lenguas, fechadas entre los siglos XIV y XV. Miniaturas del siglo XIII y encuadernaciones del siglo XVI en oro y policromía, así como incunables de un valor incalculable. Todos los libros depositados en estanterías de madera con el lomo vuelto al revés según la creencia de la época de que así los libros se conservaban en perfectas condiciones. Los fondos documentales se resumen en cuarenta mil impresos, dos mil manuscritos árabes, dos mil noventa en latín y lenguas vernáculas, setenta y dos en hebreo y quinientos ochenta en griego.

La bóveda de la sala esta compartimentada en siete espacios o tramos; cada uno de ellos representa a una de las siete artes liberales: la Gramática, la Retórica y la Dialéctica que se corresponden con el «Trivium» (tres caminos) y la Aritmética, la Música, la Geometría y la Astrología que se corresponden con el «Quadrivium» (cuatro caminos). Cada una de las artes está representada en forma de matrona o alegoría a la que acompañan dos historias relacionadas con ella. Las pinturas al fresco de las bóvedas del techo son de Peregrin de Peregrini, alias Tibaldi con la participación de Incola Granello, siendo realizadas entre 1588 y 1592 según un programa iconográfico de fray José de Sigüenza. Los testeros de la sala se decoran con frescos del mismo autor representando en uno de ellos a la Filosofía (el saber adquirido) mientras que en el otro la Teología (el saber revelado).

Sobre un zócalo de mármol se levantan las estanterías de madera donde se encuentran los libros, fue diseñada por Juan de Herrera y ejecutadas por Flecha, Gamboa y Serrano entre otros. Esta confeccionado en maderas nobles como son el cedro, la caoba y el ébano.

Como dato anecdótico podemos citar que durante diez años fue director la Real Biblioteca del Monasterio el sabio humanista Arias Montano Benito (Fregenal de la Sierra [Badajoz] 1527 – Sevilla 1598). Este humanista ha sido objeto de polémica ya que existe controversia sobre si este humanista pertenecía a una sociedad secreta o semi-clandestina de carácter heterodoxa o herética y que desde su puesto de bibliotecario tenía acceso a libros prohibidos.

La biblioteca nació en 1575 con una entrega inicial por parte del rey Felipe II de 4000 volúmenes procedentes de su biblioteca personal. Con el tiempo ésta fue aumentada con diversas compras y donaciones, entre las que destacamos la realizada en 1576 por don Diego Hurtado de Mendoza, si bien es cierto que a cambio de algunos favores. En el plano negativo hay que destacar el incendio del monasterio ocurrido en 1671 que se llevó al mundo de las cenizas muchas de las obras allí depositadas y el saqueo que hicieron los franceses durante la Guerra de la Independencia.

También tuvo entrada en 1612 la importante biblioteca, con cerca de 4000 volúmenes, que el capitán de las galeras españolas don Luis Fajardo arrebató a Muley Zidan emperador de Marruecos, escritos en árabe, turco y persa. Muchos de estos volúmenes sucumbieron al incendio de 1671.

 

Publicado en el Blog de Campos el 26-07-2018

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